LISBETH GRUWEZ/ VOETVOLK VZW
It´s going to get worse and worse and worse, my
friend
La Casa Encendida. Madrid, 4 de
febrero de 2013.
Lisbeth Gruwez y la compañía de
Amberes Voetvolk VZW que fundó en 2007 tras trabajar Vandekeybus, Jan Fabre o
Sidi Larbi presentaron ayer en uno de
los primeros días del festival de Escena Contemporánea 2013 (de milagrosa supervivencia)
una pieza estrenada un año antes en Bruselas. Han girado extensamente con ella
por Europa y podemos verla aún hoy 5 de febrero y mañana 6 en el Patio de La Casa Encendida de Madrid antes de
que la repitan en la Usine-C
de Montréal o ante los neoyorkinos en el EMPAC.
El concepto, debido como la
coreografía e interpretación a Lisbeth Gruwez, partió de una figura real, el
telepredicador americano ultraconservador Jimmy Swaggart que a su vez hizo
recordar a otros grandes manipuladores y dictadores (Hitler o Mussolini). Toma
sus figuras, su lenguaje no verbal para hablar metonímicamente del poder de su
palabra para subyugar a otros. El tema central es el discurso como arma de
dominio.
El espectáculo es ella. Y eso que ha afirmado que: "Bailar
siguiendo un método ya no basta como ingrediente único de una creación
relevante. La danza contemporánea no puede separarse de la performance. Creemos
que para conseguir decir lo que necesita ser dicho, uno debe incluir todos los
aspectos de lo físico en la ecuación."
Tampoco es que suprima toda
colaboración. Aparece con un tupé parecido a los que generaban los recogidos
capilares femeninos de los años cuarenta (obra de Veronique Branquinho), una
camisa blanca italiana abrochada hasta el último botón y entallada, un pantalón
gris de lana con presilla, zapatos de charol y unos ejecutivos que superpuestos
en el segundo momento de la función ayudan a simular unas botas militares. Bart
Meuleman que figura como consejero artístico tal vez haya tomado la decisión de
ese vestuario, tal vez la de disponer un paralelogramo gris a modo de catwalk
en un escenario de cortinajes negros sobrio hasta la parquedad. El diseño de
luces de Harry Cole y su asistente Caroline Mathieu completan todo lo que
podemos englobar en escenografía.
Todo ese dispositivo está fijo. Donde
tiene lugar la sincronía, como si de un pas
de deux se tratara es con el material sonoro elaborado por el compositor
Maarten Van Cauwenberghe a partir del ruido mental que generan los discursos
totalitarios, de la brusquedad de su entonación que se corresponde con sus
gestos también bruscos.
El espectáculo tiene tres partes.
Lisbeth comienza asomándose por ese pasillo gris a contemplar a todos y cada
uno de sus invitados. Hace múltiples gestos con los brazos, palma hacia abajo,
allanando el terreno, avisando de que va a hacer tabula rasa de lo que lo hayamos traído al lugar. Eso da tiempo a
que el espíritu del público se aquiete, se amanse, se centre. Se elabora en
crescendo un catálogo de gestos mínimos pero muy precisos que recuerdan al
Chaplin de El gran dictador, a un torero, o a uno de esos guardias de tráfico
que dirigen de forma simpática la circulación.
En un segundo momento señalado
por la subida de medias de ejecutivo que cubre la parte baja del pantalón y por
la subida de la faja lumbar color carne a modo de corsé se nos avisa que se
acabó el tiempo de las bromas. Los mismos gestos ensayados amorosamente antes
son repetidos a mayor velocidad, con un nivel de exigencia que dudo que otras
bailarinas que no fueran la propia Lisbeth pudieran ejecutar con igual
resistencia y solvencia. La tensión que había impreso a sus músculos aquellos
movimientos cortados se convierte en violencia respecto a sus miembros. Porque
lo que se demanda es un esfuerzo de tropa o de deportista olímpico. Lo que eran
al principio solo letras o sílabas se convierten en frases que instan a los
avances, al progreso y que luego reformulan la frase “We are not making any
advance at all” hasta llegar al punto crítico con la frase que da título a la
obra. La artista es víctima de bloqueos, de convulsiones epilépticas, de
repeticiones de gestos compulsivas como frotar las palmas contra el pantalón,
hombros encorvados, hasta provocar su dolor y el del que la contempla. Todo su
ser está luchando contra la presión que supone ese discurso agresor que emplea,
entre otras, las estrategias manipulativas del problema-reacción-solución, de
la gradualidad, del refuerzo de su autoculpabilidad y el conocer a esas
personas mejor de lo que ellas mismas se conocen.
Pero por fortuna para el público
español de esa obra que bien podría decirle a Lisbeth aquello de “¿me lo dices
o me lo cuentas?” sobre cuáles son nuestras vivencias y perspectivas de la
crisis actual hay un tercer y último momento en la función.
En un momento álgido de esas
convulsiones la protagonista, a la que no ha abandonado el gesto en ojos y
cejas de alguien que soporta en sí el sufrimiento de toda la humanidad, encuentra
en esa flaqueza de títere la fuerza para romper los hilos. En vez de ser
elevado por el gran marionetista consigue romper esa dinámica perversa y
comienza a saltar por propio impulso.
Cuanto más salta más relaja sus músculos
y gradualmente la felicidad aparece por fin en ese semblante sufrido. Una
progresión armónica de violines en volumen muy alto acompaña ese
redescubrimiento de sí y de sus capacidades. Es la música interior que poseemos
cada uno que se ha abierto camino a través de toda esa opresión verbal.
Esa violencia verbal que se justifica por el miedo, por el anuncio perpetuo de peligros
que si son tales también es posible enfrentarse a ellos sin
claudicar, sin sacrificar la libertad individual de cada uno de nosotros.
En definitiva, la pieza de casi
cincuenta minutos nos deja una batería de preguntas: ¿cuándo tiene usted
pensado comenzar a saltar? ¿atreverse a más? ¿sacudirse la crisis de telediario
y la de su propia economía y dejarla atrás en un movimiento hacia la felicidad?
Amelia Meléndez
Ver también:
http://vimeo.com/46084375